Yo no sé nada, pero sé que te extraño
Un pequeño homenaje a alguien que se fue, o una invocación para que vuelva.
Pasa que estás absolutamente feliz. O al menos están las condiciones dadas para que así sea. Te estás preparando para un concierto por el que has esperado 12 meses exactos y para el que ha venido tu mejor amiga desde el otro lado del mundo. Es la primera vez que la vez en una década y han pagado una buena cantidad de dinero por cantar juntas a todo pulmón aquella canción que tantas veces han cantado por videollamada y que tanto las ha hecho llorar a lo largo de estos años de distancia. Todo está puesto para que el momento sea único e irrepetible (¿no lo son todos, acaso?): la gente que quieres finalmente se ha conocido, la artista que amas finalmente ha venido a tu país, tu cuenta bancaria finalmente puede responder a tu momento vital sin poner en peligro tu supervivencia en los meses venideros. Todo está puesto, repito, para que este sea uno de esos momentos históricos que se recuerdan toda una vida. Pero falta algo. Dicen que hay catedrales en todos lados para aquellos que tienen ojos para verlas. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos diarios por despertarte con los ojos bien abiertos, a pesar del empeño que le pone tu corazón para poder descubrir esos templos sagrados en cada esquina, apenas te alcanza la vista para ver capillas modestas con bancos de madera y monjas ancianas rezando en silencio.
No puedes nombrarlo, aunque tengas dos días repasando todas las palabras que te sabes, buscando una que pueda abarcar en su totalidad ese pequeño pero muy palpable agujero que sientes en el pecho y que, de no ser porque el aire frío se cuela por allí, no te darías cuenta de que está. Pero está. Y se ensancha con cada respiro. Sonríes, te diviertes, haces chistes, cantas las canciones que has ido a cantar, comes platillos deliciosos, recorres las calles de una ciudad que hace años parecía lejana y esquiva, como un delirio causado por la fiebre. Pero algo falta. Lo sabes. Y miras alrededor tratando de reconocer en la mirada de otros esa latencia que te resulta escandalosa, pero que se disipa entre el ruido de los carros, las conversaciones de la gente, el sonido del semáforo indicando que la calle está despejada y es tu turno de cruzar sin peligros. ¿Existe la felicidad después del dolor? Sabes que sí. Así como el amor después del amor, la felicidad florece de nuevo como las plantas en primavera, pero a pesar de tus intentos, a pesar de las entradas carísimas que has comprado, los vuelos, el Excel para planificar todo en conjunto, la emoción compartida en el grupo de Whatsapp, hay algo que no deja de latir en el pecho, al lado del corazón, muy cerquita de la garganta, porque en cada intento que haces por detenerte a pensar en ello y encontrarle nombre, dos o tres lágrimas se te escapan por las mejillas y tienes que voltear disimuladamente para limpiarlas con las manos.
Ese vacío en el pecho, lo comprendes ahora, es porque aquí contigo no están quienes están lejos, en un rincón dorado de la memoria de la que no puedes sacarlos ni aunque quieras. Esta felicidad descomunal te recuerda que estás viva y ellos no, y te parece maleducado vivirla al máximo por respeto a ellos. Eso no tiene ningún sentido y lo sabes, pero el corazón siente lo que el corazón siente. Entonces, una vez más, como tantas otras veces antes, tienes que hacer un esfuerzo gigantezco aunque completamente invisible por vivir esta felicidad en tus propios términos, por protegerla del mundo aunque sea por un par de horas y permitirle desplegarse en ti y en quienes se han sumado a este viaje. Incluso si eso ha significado cargar tu corazón con ambas manos para que no vuelva a partirse, para que nada de lo que ocurre aquí afuera pueda volver a dañarlo.
Entonces lo notas. Finalmente lo vez claro, como si el rayo de luz que has estado pidiendo por fin haya decidido acompañarte. Ese agujerito pequeño del lado izquierdo del pecho es el lugar donde te guardas un poco de esa felicidad absurda, vulgar, grosera, para compartir con tus muertos, para mantenerlos vivos un día más, una hora más, un concierto más. La felicidad siempre le recuerda a la pérdida, y nunca es un sentimiento completo. Entonces guardas en un rinconcito pequeño un poco de alegría, una fracción de risa, un retazo de su luz, para compartir con ellos como un tributo silencioso, una manera de mantenerlos vivos en cada latido, compartiendo esta vida tuya, siendo tú lo que queda vivo de ellos.