Tantas cosas parecen decididas a extraviarse
Sobre los pequeños duelos cotidianos, la voluntad de perderse y la forma en que un día, las cosas, ya no están.
Si nos detuviéramos a pensar en los pequeños duelos que vivimos a diario, no habría espacio para la alegría. Es absurda la cantidad de cosas de las que nos despedimos sin saberlo, que desaparecen de la misma manera en la que un día aparecieron en el camino a cambiarlo por completo. El presente se desgasta para dar paso al futuro. Todo pasa. Un día emigras porque el país que te vio nacer no te ofrece oportunidades y te tienes que inventar, sin más, una vida nueva en otro lado, entregarte a nuevas costumbres, conocer mundos ajenos, ponerle el pecho a una serie de emociones que eran desconocidas y que solo identificas leyendo a tantos otros que las han nombrado antes de ti. Más que ganar, lo normal en esta vida es perder. Perder todo el rato. Perder para siempre.
En aquel tiempo yo tenía veinte años y estaba loco. Había perdido un país pero había ganado un sueño. Y si tenía ese sueño lo demás no importaba.
Pensando en esto, me acordé de un profesor de física bastante mediocre que tuve en el colegio. Un día, intentando esbozar una reflexión profunda, empezó a hablar de la percepción selectiva y de cómo éramos capaces de notar cambios abruptos en las cosas que nos interesan, pero nos era imposible describir con exactitud detalles diarios que se vuelven paisaje a fuerza de repetición y rutina. “¿Cuántas de ustedes pueden decirme el número exacto de postes de luz que ven a diario cuando vienen de camino al colegio? Hacen el mismo recorrido una y otra vez, cruzan en las mismas esquinas, recorren las mismas calles, y apuesto a que ninguna aquí puede decirme cuántos postes de luz hay entre su casa y este edificio”. A mí en ese momento, con lo poco que sabía, me pareció una reflexión tontísima. Es evidente que nadie cuenta los postes de luz de un camino que recorre a diario, así como nadie cuenta la cantidad de árboles que hay, o la cantidad de pájaros que cantan al alba, o la cantidad de nubes que se forman en el cielo los días de febrero. Invertir el tiempo en el ejercicio constante de la observación no es compatible con el frenetismo vital en que vivimos. No está bien visto. Pero lo que él quería señalar no era la falta de interés o curiosidad, sino la manera en la que nuestra realidad se compone de aquellas cosas a las que decidimos conscientemente prestar atención. En ese recorrido de mi casa al colegio, lo que yo veía y lo que mi mamá veía eran dos mundos completamente diferentes, a pesar de contener, en apariencia los mismos elementos, a pesar de recorrer las mismas calles y pasar por los mismos postes de luz. Hay igual cantidad de ternura y de terror. El asunto es a dónde mirar y cómo hacerlo.
Se habla poco de los pequeños duelos, los que pasan silenciosos, agachados, en procesión fúnebre. Se pierden muchas cosas en el camino y su pérdida abre la brecha para adherir nuevas cosas que, a su vez, se perderán un día en el más sombrío de los silencios, en medio de la cotidianidad del día, esperando el metro o abriendo un paquete de galletas que has comprado de rapidez en una máquina expendedora. Se pierden yesqueros y bolígrafos, se pierden las llaves de casa, el DNI, el monedero que tejió la abuela, las fotos de la primera comunión y el matrimonio de la tía Rosalba. Se pierden años, discos, libros que prestamos con la resignación casi inherente de saber que no los recuperaremos; se pierden amigos, amantes, parejas estables, proyectos de vida, hijos que decidimos no tener, mascotas, plantas, horizontes. Se pierden discusiones, reservas a las que no llegamos a tiempo, aviones que despegan sin nosotros, buses que no tomamos, trenes que se cancelan. Tantas cosas parecen decididas a extraviarse, incluidos nosotros. En caso de emergencia, rompa el poema. Solo en caso de emergencia, en caso de que el horror borre de un plumazo nuestro recuerdo de la belleza o nos impida recordar la palabra precisa para la tristeza. Enunciar nuestro lamento a través de la enunciación del lamento del otro que ya ha descubierto cómo. Para buscar una guía o una luz que, en casos de extravío, suelen significar lo mismo. En el terreno acuoso de las emociones ningún paso es firme y cualquier ayuda es buena.
Un sueño dentro de otro sueño. Y la pesadilla me decía: crecerás. Dejarás atrás las imágenes del dolor y del laberinto y olvidarás. Pero en aquel tiempo crecer hubiera sido un crimen. Estoy aquí, dije, con los perros románticos y aquí me voy a quedar.**
Esta semana ha sido complicada. Lo escribo y pienso en todas las veces que he dicho esto en el pasado reciente. La vida se me complica con muy poco porque siento demasiado y no hay nada que pueda hacer para disminuir el impacto que todas las cosas tienen en mí. Construir una rutina de ejercicio físico no ha sido tan complicado como entrenarme para vivir en el agradecimiento y no en la queja. Lo que antes era una ilusión lejana, ahora es una realidad aplastante encabezada por una sola premisa: el presente es un suspiro. Los que estamos aquí no estaremos en 50 años. Esta reunión con amigos no volverá a repetirse. Esta coincidencia de estar todos juntos en el mismo lugar es un milagro más que un asunto rutinario. Un after tras otro, unos vermuts tras otros, un verano tras otro. Sentir que es un soplo la vida y que 20 años no es nada.
Ayer estaba revisando fotos y videos en mi celular porque el anuncio de que me quedo sin espacio no me deja hacer mucho. No sé qué botón hundí que mi carrete de fotos se fue hasta el principio. Y el principio coincide con aquel enero de 2015 en que el cáncer llegó a casa, amenazó con llevarse lo que yo más quería y, cinco meses después, cumplió su promesa. Los que hemos perdido un ser querido somos una herida andante. Nos reconocemos entre nosotros porque miramos diferente. El duelo se completa, pero hay algo que falta siempre, una pieza enorme de este rompecabezas que no podremos ya reemplazar y que toca rellenar con cosas superfluas. Las ausencias, en vez de reducirse, se van haciendo más grandes y no hay nada que podamos hacer para detener el curso despiadado del tiempo.
Si escribo nuevamente es porque me siento perdida. Hay mañanas en las que despierto sin saber dónde estoy o cómo llegué a esta casa. Hay otras peores en las que no siento que merezca estar aquí y la imagen que se me viene es ya recurrente: un iceberg se quiebra en la mitad del mar. La corriente arrastra rápidamente ambos trozos de hielo en direcciones diferentes y una colonia de pingüinos corre frenéticamente para agruparse y ponerse a salvo en el trozo más grande. Uno de ellos, el más torpe de todos, el más despistado, se queda bastante atrás del resto y se aleja rápidamente en el trozo contrario, que sigue su rumbo impulsado por la corriente del agua. El pingüino distraído –ahora, además, es un pingüino solitario. Perderse de la colonia implica convertirse en un objetivo vulnerable; sin el resto de pingüinos será difícil protegerse del frío y de otros depredadores y aunque siempre es posible encontrarla siguiendo señales visuales o sonoras, o incluso unirse a otra colonia que esté dentro de su área de distribución, una distracción así en el mundo animal puede ser una sentencia de muerte. A veces me siento como ese pingüino que se queda atrás, distraída, mirando el cielo porque está más azul de lo normal. No entiendo por qué, si tengo alas, no puedo volar y me pregunto cuántas veces más me tengo que caer para aprender a hacerlo.
Quizá estoy sobrepensando las cosas nuevamente. Quizá solo deba abrir un libro y perderme en las palabras de otra poeta que, antes que yo, ya haya sentido todo esto que estoy sintiendo. Quizá deba ponerme a pintar sin ninguna otra intención que vencer el lienzo en blanco. Quizá deba ponerme una película romántica e invocar el sueño profundo, que es como morir por menos tiempo. Quizá, quizá, quizá.
* One art, de Elizabeth Bishop.
** Los perros románticos, de Roberto Bolaños.
*** J.P. Rubio, de Malú Urriola.
Espero que estén teniendo un domingo leve.
Con amor,
Mónica.